Mario
Salvatierra Saru 29
de abril de 2013
En
junio de 1997, tras perder las elecciones generales el año anterior, Felipe
González,
para sorpresa de muchos, anunciaba que dejaba la secretaría general del PSOE.
En ese XXXIV Congreso, Felipe González hizo caso, quizás por primera y única vez, a la corriente de opinión Izquierda
Socialista. Su portavoz federal, Antonio García Santesmases, ante la hecatombe del último período de gobierno del
PSOE, venía
reclamando por entonces que la mejor manera de cerrar la crisis interna y de
afrontar la nueva etapa del gobierno de José María Aznar era que Felipe González diera un paso atrás. El líder lo entendió pero lo que no supo valorar fue las consecuencias que tendría designar
directamente al nuevo secretario general. Joaquín Almunia era portavoz parlamentario en el Congreso de los
Diputados y fiel ariete del felipismo frente a Alfonso Guerra, la verdadera
pieza a batir en aquel Congreso. No hemos de olvidar que, desde que se
perdieron las elecciones en marzo de 1996, el debate giraba en torno a si era
posible que González
continuara dirigiendo al PSOE pero sin Guerra. La dimisión de Felipe arrastró a la de Alfonso;
sin embargo, el encumbramiento de Almunia como secretario general nació averiado. Los
liderazgos no se heredan, se conquistan, decían los delegados.
Esta
es la razón
por la que se afirmaba que Almunia carecía de legitimidad de origen. Mayoritariamente las bases
hubieran aceptado con cierto sosiego que ese cargo lo ocupase Javier Solana
pero sus compromisos con Will Clinton le impedían abandonar la secretaría general de la OTAN. No obstante, la noche anterior de ser
nombrado Almunia, muchos delegados propusieron que Josep Borrell -por cierto,
nunca visto como "catalán" dada su vocación jacobina- encabezase una alternativa. Se proponía que los delegados
votaran entre Almunia o Borrell. Este es el germen de las primarias internas
que, a decir verdad, no son propiamente primarias como tampoco lo fue el
proceso de elección
de José
Luis Rodríguez
Zapatero. La novedad consistía, sin embargo, en que no se proponían dos listas
alternativas completas, sino que lo que se disputara fuera el liderazgo: el
jefe de filas. En ese tiempo, todo sea dicho, resultaba inconcebible que el
secretario general se eligiera con independencia de la Ejecutiva.
Aquella
noche el intento fracasó pero cobró fuerza la cimiente: se demandaron primarias entre los
militantes para elegir al candidato en las elecciones del año 2000. Izquierda
Socialista siempre había criticado el modelo cesarista de Felipe González: un partido
subordinado a la conciencia del líder. Asimismo, en muchas ocasiones había advertido del
peligro que conlleva la vertiente presidencialista en un sistema que es
parlamentario. El votante español no elige a un presidente como es el caso francés o norteamericano,
sino que lo que votamos son listas para el Parlamento. Es importante tener en
cuenta que ambos sistemas son opuestos e introducir la mecánica electoral de
uno en el otro podría acarrear situaciones indeseables.
Todos
sabemos cómo
acabó
el experimento de Borrell: el PSOE no tenía la tradición del PNV, la bicefalia fue imposible porque, en resumen, el
aparato se negaba a perder cuotas de poder y, además, el medio de
comunicación
"amigo", El País, hizo cuanto pudo para que Borrell no llegase a la meta
final. Almunia terminó siendo el candidato. Aquel proceso produjo, sin duda, una
gran frustración
y la querella interna se enquistó aún más. Después del batacazo electoral -no perdamos de vista que Almunia,
para mayor incredulidad de las bases del PSOE, había formalizado un
pacto con Francisco Frutos, líder de Izquierda Unida, con el fin de representar una futura
coalición
de gobierno-, presentó su dimisión sin previo aviso. Tuvo que hacerlo de ese modo porque, de
lo contrario, el aparato lo habría impedido.
Una gestora se encargó de preparar el XXXV
Congreso y finalmente los delegados concurrieron sabiendo que se presentaban
cuatro candidaturas: José Bono, José Luis Rodríguez Zapatero, Matilde Fernández y Rosa Díez. Aquí únicamente votaban los delegados para la secretaría general del PSOE,
esto es, no hubo un proceso de primarias como ahora se reclama ni tampoco fue
como en la elección
del candidato a la presidencia del gobierno. Deseo significar una nota muy
relevante: cuando se celebraron las primarias entre Borrell y Almunia muchos
afiliados que habían
dejado de pagar la cuota del Partido volvieron a las Agrupaciones para ponerse
al día
y no me equivoco si digo que también regresaron para cambiar las cosas y votar a Borrell. Aún hoy el aparato no
ha digerido aquella píldora: la vuelta de las bases al Partido revelaba el increíble grado comatoso
en se encontraba la organización. ¿Qué se quería? Algo muy sencillo: democracia interna.
En
efecto, la elección
de José
Luis Rodríguez
Zapatero marcó
un primer esbozo de democracia interna. Sin embargo, tuvo un corolario
perverso: "el que gana se lo lleva todo". Esto es, sus contrincantes
quedaron reducidos a la insignificancia en la elección de la Ejecutiva.
Tal vez se debió
a que Bono, con ese inconmensurable aprecio que tiene de sí mismo, jugó al todo o nada. El
hecho es que la democracia valió para la elección de candidatos pero posteriormente no para la toma de
decisiones. Dicho de otra forma, la Ejecutiva era monolítica en torno al líder: no integraba en
la toma de decisiones a las otras sensibilidades. Así pues, el Partido se
deslizaba por una pendiente cada vez más presidencialista hasta que alcanzó su máxima cumbre cuando,
del 9 al 10 de mayo de 2010, Rodríguez Zapatero, sin consultarlo con la organización ni con el grupo
parlamentario, adoptó una serie de medidas que aún estamos pagando. ¿No hubiera sido más lógico que, al menos, hubiese convocado al grupo parlamentario
para someter a debate semejante cambio de rumbo? Si no podía celebrarse un
Comité
Federal Extraordinario dada la urgencia de los hechos, ¿qué menos que reunir en
el Congreso a los diputados y senadores con el fin de que valorasen el alcance
de esas medidas? En suma, la mezcla entre el modelo presidencialista y la
tenaza de la disciplina de partido provocó un mayor ahondamiento en el sentimiento de lejanía entre la cúpula y la
militancia. Ya no era sólo que las bases no contaban sino también los propios
cuadros del Partido.
Paradójicamente, en toda
su trayectoria, Rodríguez Zapatero no había parado de hablar de las bondades de la "democracia
deliberativa". ¡Menuda "deliberación"! A partir de ahí todo quedaba bien atado mediante el salvoconducto de la
"responsabilidad". Comenzó a funcionar el engranaje diabólico de la responsabilidad: si disientes, eres un
irresponsable porque das argumentos a la derecha y si, por el bien del Partido,
callas, entonces eres responsable de tu silencio. En cualquier caso, siempre
serás
culpable. Cuando una organización entra en la lógica de que sólo caben la "lealtad" o la "salida" está firmando la
sentencia de muerte de la democracia interna. Una institución de este tipo se
transforma, según
sea el carácter
del líder
político
de turno, o bien en un cuartel o bien en una iglesia y sus militantes pasan a
ser respectivamente reclutas o feligreses y, en el peor de los casos, reclutas
feligreses (¡que
también
abundan!).
Además de la lealtad y la
salida, una organización para ser verdaderamente democrática tiene que
garantizar la "voz", esto es, el disenso en sus propias filas.
Democracia interna no es sino admitir la posibilidad y existencia del disenso
en la estructura orgánica interna. Y que tales manifestaciones, si cuentan con un
grado suficiente de apoyo, aunque sean minoritarias, no sean condenadas al
ostracismo. La historia del Partido Socialista ofrece sobradas pruebas de que
nadie está
en posesión
de la verdad absoluta (como en la Iglesia) ni tampoco funciona "manu
militari" (como en el cuartel). En definitiva, ni reclutas ni feligreses,
queremos ser ciudadanos fuera y dentro del Partido.
En
consecuencia, es obligado repensar cómo se articula la democracia interna porque lo que es obvio
es que las primarias (entendidas como un hombre, un voto) refuerzan el sentido
de mayor participación para elegir candidatos (sea para secretario general, sea
para el concurso electoral) pero, sin embargo, dejan muy en el aire el
mecanismo que debe garantizar la integración orgánica de las distintas posiciones ideológicas. Y, por favor,
que no se diga que ahora no es el momento de debatir estas cosas porque hay más de seis millones
de parados. ¿Es
que estamos gobernando o vamos a gobernar dentro de unos meses? Ahora no toca
gobernar, lo que ahora toca es que arreglemos el follón interno. Democracia
sí,
pero cómo.
Para elegir al líder
es necesaria, pero insuficiente para que el partido de verdad se democratice.