Mario Salvatierra 27 de mayo de 2013
En estos momentos el PP ha
llevado al congreso de los diputados un nuevo proyecto de ley
educativa, la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa
(LOMCE). En la segunda legislatura de Aznar, también la derecha
española promulgó una Ley Orgánica de Calidad de la Educación
(LOCE). Si antes hablaban a secas de "calidad" de la
educación, como si tal cualidad no existiera en el sistema educativo
o estuviera absolutamente en último plano, ahora hablan de "mejora"
de la calidad, es decir, reconocen que hay "algo" de
calidad pero que hay que mejorarla. En resumen, el PP parte de la
idea de que los proyectos socialistas (sea con la LOGSE, sea con la
LOE) han desatendido los valores del mérito y del esfuerzo. Dos son
las razones, según ellos, que avalan sus estimaciones: una, que los
Informes PISA nos alertan de la mediocridad del propio sistema
educativo español dado sus bajos resultados respecto a los
indicadores europeos y, otra, que las elevadas cifras de repetidores,
fracaso y abandono escolar nos obligan a dar un cambio de rumbo.
Dicho en términos políticos, que la preeminencia del valor de la
igualdad de los socialistas ha resultado nefasto para la calidad de
la educación. Así como la promoción de la sanidad universal y
gratuita ha derivado en un empeoramiento en la calidad de los
servicios sanitarios, la extensión de la educación obligatoria,
según ellos, ha promovido una merma de la calidad educativa. En el
fondo, subyace el convencimiento de que el precio a pagar por la
equidad es renunciar a la calidad y de que si queremos garantizar
realmente la igualdad de oportunidades en el ámbito educativo,
entonces prescindimos del valor del esfuerzo.
La educación es un
derecho y, como tal, tiene que garantizarse a todos los ciudadanos.
¿Ha sido o no un logro de la LOGSE implantar la educación
obligatoria hasta los 16 años?. Antes los chicos y las chicas podían
abandonar la escuela a los 14 años de edad, es decir, ni el BUP ni
el COU eran etapas obligatorias. En consecuencia, en estas etapas
educativas las aulas eran menos numerosas, el alumnado más homogéneo
y, en la mayoría de los casos, ambas etapas eran comprendidas como
un medio para acceder a la universidad ya que la formación
profesional carecía de un amplio reconocimiento social. Reflejo de
estas circunstancias era que en la F.P. no existían oposiciones al
cuerpo de "catedráticos" en el personal docente.
A partir de la LOGSE la
enseñanza es obligatoria hasta los 16 años y ello significa que,
por un lado, la mayor extensión de la escolaridad ofrece más
probabilidades de riesgo de fracaso escolar (estudiantes que no
consiguen obtener el título de la ESO) y, por otro, que el criterio
de promoción escolar no puede ser totalmente selectivo y
meritocrático. Ello no quiere decir que, por principio, el progreso
escolar fuese ajeno a la calidad de la enseñanza, sino que si
establecemos la "obligatoriedad" nadie puede quedarse
"fuera" del sistema educativo. Las enseñanzas obligatorias
requieren un modelo educativo inclusivo y no excluyente en el que
todos los alumnos, aunque partan de unas condiciones iniciales
desiguales, puedan llegar poseer las mismas competencias académicas
básicas. Los objetivos de las enseñanzas obligatorias no pueden ser
los mismos que los de las no obligatorias. En éstas juegan un papel
esencial el mérito y la selección del alumnado. Precisamente por
ser voluntarias el Estado no tiene la obligación de que nadie quede
"fuera". La no obligatoriedad resalta una característica
primordial de esta etapa educativa: es el alumnado quien "decide"
continuar con un estudio de grado superior y, por tanto, hay un
depósito en ellos/as de mayor "responsabilidad" sobre sus
resultados académicos y una mayor "competencia académica"
según las evaluaciones anuales. Es decir, los valores del mérito y
de selección cobran mucho más peso en las etapas post-obligatorias.
La confusión se origina
cuando inicuamente se mezclan los principios que deben guiar la
enseñanza obligatoria con los de la no obligatoria y perversamente
se quieren aplicar éstos en las enseñanzas básicas. El modelo
educativo en las etapas obligatorias no debe ni puede ser
aristocrático. El Estado tiene que garantizar un modelo de escuela
para todos, no solo para los mejores. Por ello es un dislate
pedagógico pretender separar a los alumnos en edades tan tempranas
según sean sus resultados en las evaluaciones. La obsesión por las
evaluaciones no es sino la obsesión por la segregación.
La educación obligatoria
es un valor en sí, no es un valor meramente instrumental: que sirve
para otra cosa. Y si es un valor en sí, entonces el sistema
educativo básico no debe beneficiar a unos más que a otros. Es un
derecho igual para todos, no un bien para unos pocos y, por
consiguiente, introducir el modelo de mercado en esta esfera
educativa constituye una verdadera aberración. Si en esta etapa
educativa introducimos el modelo de competencia del mercado, entonces
los centros se articularán esencialmente según criterios
económicos, donde inexorablemente habrá unos ganadores y otros
perdedores. Como en el mercado no todos tenemos las mismas
posibilidades de comprar el mismo producto por el mismo precio,
tampoco habrá las mismas posibilidades materiales de elección de
centros. A unos irán los más ricos y listos y a otros, que serán
mayoría, los más pobres y con menos bagaje cultural. De manera que
en vez de compensar las desventajas económicas, sociales y
culturales, la escuela servirá para acentuar aún más la brecha
social. Y en lugar de garantizar realmente la igualdad de
oportunidades y la libertad de elección de los padres, los centros
educativos se transformarán en una oportunidad para la desigualdad y
en agencias de reproducción del estatus social.
Si queremos que la escuela
sea verdaderamente equitativa, hemos de erradicar el concepto de
competencia económica de la institución educativa. Una escuela
equitativa nos exige tratar de un modo igual a los iguales y de un
modo desigual a los desiguales. La mejora de la calidad en la
educación no debe pasar ni por reducir el período de escolarización
obligatoria, ni por establecer un ranking entre centros, ni por la
segregación del alumnado creando itinerarios en edades tan
tempranas, ni por la dualizar las aulas de un mismo centro entre
alumnos listos y torpes y menos todavía por aplicar los criterios de
promoción y selección de las enseñanzas post-obligatorias en las
obligatorias.
La mejora de la calidad en
la educación se articula mediante una atención específica a la
diversidad, la educación compensatoria, los desdobles, las clases de
refuerzo, etc. Y para ello es innecesario implantar un mecanismo de
evaluaciones como el programado en la LOMCE, sino que es mucho más
relevante diseñar el curriculo teniendo en cuenta la diversidad del
alumnado. Asimismo, es mucho más importante centrarse en corregir
los vicios implícitos producidos por la constitución de una doble
red de centros que enfocar el tema desde la perspectiva de la
"eficiencia". Es hora de que las instituciones públicas
enfaticen el carácter "subsidiario" de los centros
concertados y de que éstos, a su vez, acaben por asumir la completa
gratuidad de la enseñanza obligatoria y revisen cómo aplican de
hecho los criterios de admisión de alumnos.
Por otra parte, la escuela
es el ámbito de la ciencia, del saber racional y de la laicidad. La
institución escolar no debe servir de instrumento a los distintos
credos religiosos. Una cosa es la enseñanza de la religión y otra
bien distinta es impartir clases de religión confesional. La fe no
debe evaluarse, la fe es un don y como tal está más allá o más
acá de cualquier evaluación. Lamentablemente, la Conferencia
Episcopal Española durante todos estos años ha mantenido una
absoluta intransigencia con el valor de la laicidad y difícilmente
una institución que no acaba de aceptar la realidad social del
proceso de secularización puede asimilar que el ámbito del credo
religioso no es la escuela. En definitiva, una vez más comprobamos
que la LOMCE pone en manifiesto que el fracaso de todo intento de
consenso en la educación está íntimamente ligado al papel que ha
jugado la Iglesia Católica española. El fundamentalismo de la fe
impide que podamos abordar el papel de la laicidad en la escuela y la
extensión de la escuela confesional concertada constantemente
cuestiona el ideario de libertad de cátedra. Ambas circunstancias
nos exigen que volvamos a reflexionar cuál es el papel del Estado en
la educación. Es tiempo de defender el papel prioritario del Estado
en la escuela, de conjugar calidad y equidad en la educación
obligatoria sin que ello signifique segregar al alumnado por sus
condiciones sociales, económicas, culturales e intelectuales y,
sobre todo, que los valores democráticos vertebren la gestión de
los centros y los de racionalidad, laicidad y exigencia científica
articulen los criterios académicos.
A su vez, nada de ello es
posible si no se cuenta con la implicación de los docentes. Es
imprescindible y urgente elaborar un Estatuto del Docente porque, de
lo contrario, su función profesional queda al albur de las
apreciaciones o depreciaciones de turno y sujeta a cuantas
manipulaciones valorativas se quieran hacer de ella.