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martes, 24 de febrero de 2015

LA CASTRACIÓN DE LA DEMOCRACIA

LA CASTRACIÓN DE LA DEMOCRACIA


Mario Salvatierra Saru

21 de febrero de 2015

Han pasado 19 años desde que Felipe González perdió las elecciones (4 de mayo de 1996) y nunca, digo nunca, quiso analizarse dentro del PSOE las razones de la caída del gobierno socialista. Decían que bastaba como explicación la pérdida de votos y el castigo electoral que la ciudadanía había infringido al liderazgo de Felipe González. Es decir, jamás se quiso debatir si el corrimiento del voto hacia la derecha y la abstención en las filas socialistas obedecían a la política económica social-liberal auspiciada por Solchaga o al escándalo de la corrupción (financiación ilegal, fondos reservados, etc.), o a ambas cosas. El hecho fue que el debate se hurtó a la militancia y todo quedó en que si hubiéramos tenido una semana más de campaña electoral, volvía a ganar González frente a Aznar. Estábamos tan sobrados que no fuimos ni quisimos ser conscientes del varapalo que nos había dado la derecha: tuvimos que esperar al debate de investidura del presidente Aznar para darnos cuenta del verdadero estado en que se encontraba el PSOE. Después de aquel día, Felipe González no volvió a pisar el hemiciclo. Y fue un alivio que no regresara.

No obstante, el partido socialista optó por alejar del debate ideológico la política económica llevada a cabo en el último decenio de los gobiernos de González en vista de la nueva ola de la socialdemocracia europea -la Tercera Vía de Tony Blair y Nuevo Centro de Gerhard Schöreder- y los éxitos económicos de los gobiernos de Bill Clinton obtenidos mediante lo que Colin Crouch denominó "keynesianismo privatizado": en lugar de que se endeude el Estado a través de la deuda pública para contrarrestar los nocivos efectos sociales provocados por la consolidación fiscal y la reducción salarial se fomenta el endeudamiento privado de individuos, familias y empresas. Es decir, el keynesianismo privatizado consiste en la sustitución de la deuda pública por la deuda privada: en vez de que se endeude el gobierno, ahora son los ciudadanos los que se endeudan mediante un sistema crediticio extremadamente generoso propiciado por la banca. Fue Alan Greenspan quien en los años noventa, desde la Reserva Federal de EE.UU., fomentó el keynesianismo privatizado protegiendo a los mercados y los derechos de propiedad a través de la desregularización del sistema financiero. 

Con relación al alcance de la corrupción en los partidos políticos se eludió porfiada y obstinadamente delimitar los terrenos de la responsabilidad política y la culpabilidad administrativa y/o penal, hasta el extremo de judicializar la política y politizar la justicia. No fue posible dirimir con claridad las esferas de la ética, la política y la justicia y permanentemente se jugó a confundir y contaminar el ámbito de la culpabilidad con la responsabilidad y viceversa. Digámoslo de una vez: la penalización de las urnas no significa de suyo asumir errores y, en consecuencia, la voluntad de enmendar comportamientos políticamente inasumibles. Antes bien, se impuso el patriotismo de partido: la corrupción es una perversión inherente a los otros partidos. Ética y estéticamente es más cómodo mostrar la basura ajena y ocultar la mugre propia. Se ha tratado de conjurar los perniciosos efectos sociales de la corrupción presentándola como un extravío aislado y excepcional de cargos políticos cuando, con crudeza, detectamos que el mal roe al sistema democrático porque exhibe una transversalidad innegable y suscita una inquietante sospecha sobre la autonomía de la política respecto a los dictados de los grupos de presión.

La corrupción no es una enfermedad cualquiera: emponzoña a la democracia hasta transmutarla en cleptocracia y convulsiona a los partidos convirtiéndolos en formaciones oscuras y transgresoras. Prueba de ello es lo que estamos viviendo en la actualidad: caso Pujol en Catalunya, Gürtel y Bárcenas en el PP, los EREs en Andalucía... Si no somos capaces de cortar sus tentáculos, daremos licencia a que organizaciones crápulas acaben empoderándose no sólo del poder político y económico sino también azotando la enclenque corrección moral de la sociedad civil.

Cuando el PSOE vuelve al gobierno con José Luis Rodríguez Zapatero en el año 2004 inaugura una etapa de republicanismo cívico que amarra en los valores postmateriales -laicismo, multiculturalismo, pacifismo, política de género, etc.- pero en lo que respecta a los valores materiales -políticas distributivas y redistributivas- continuó albergando el optimismo del keynesianismo privatizado y cabalgó alegremente en la montura del paradigma neoliberal hasta que, de golpe, se cayó del caballo desbocado por la burbuja inmobiliaria y la ficción del capitalismo popular. A partir de la quiebra de Lehman Brothers (2008) la utopía neoliberal de prosperidad para todos se hizo añicos pero, paradójicamente, los Estados se dedicaron a rescatar unas instituciones financieras porque eran "demasiado grandes para caer" y terminaron endeudándose hasta el extremo de empobrecer a la gran mayoría de la población. Aplicando una política de austeridad fiscal, de recorte del gasto social, devaluando los salarios de la clase trabajadora y mermando los servicios públicos encargados de satisfacer las necesidades básicas (educación, sanidad, etc.), los Estados se han doblegado a los intereses de los mercados. Tal como sostiene Wolfgang Streeck, los Estados democráticos se están convirtiendo "en agencias para el cobro de deudas por cuenta de una oligarquía global de inversores". De este modo los ciudadanos comprueban que sus expectativas democráticas se laceran ante el único poder soberano: el capitalismo financiero.

Nótese que frente a los mercados los gobiernos dan muestras de una inusitada docilidad revestida, esta vez sí, de máxima responsabilidad política como, por ejemplo, reformar la constitución atropellando los procedimientos deliberativos democráticos con la finalidad de introducir la "regla de oro fiscal". La disciplina exigida por los mercados reduce el sistema democrático a su mínima expresión: la defensa de los pilares constitutivos del Estado Mínimo (Policía, Ejército, Justicia -protección del derecho de propiedad- y Administración general). Cuando las reglas del mercado requieren arrancar los contenidos básicos del Estado del bienestar (el gasto público dedicado a sanidad, educación, desempleo, infraestructuras, etc.) la responsabilidad de los políticos llega a tal grado que o bien suspenden, como recientemente ha ocurrido en Francia con la Ley Macron, la potencialidad del Parlamento, o bien ocultan con descaro los protocolos de las negociaciones como, por ejemplo, lo que está sucediendo con el Acuerdo Transatlántico de Comercio e Inversión (TTIP) entre la Unión Europea y EE.UU.

Demasiada responsabilidad ante los mercados y pocas obligaciones ante los derechos de los ciudadanos. Sucumbe la democracia, la antipolítica prevalece como amuleto de las clases desamparadas, avanzan los populismos y se instala la demagogia como mecanismo de resolución de conflictos. Por este camino vamos seguro al despeñadero: la justicia de los mercados (pagar a los acreedores como sea y a costa de lo que sea) ejecuta la poda de los derechos sociales y conduce a la política en dirección única: la castración de la democracia en el altar del capitalismo financiero. Si a ello le añadimos, como hemos visto, la relajación con que nos enfrentamos a la corrupción nacional, no hemos de extrañarnos que la gente, en manos de un sistema odioso, celebre su desprecio rechazando todo lo que suene a labor política.

Traer la política al lugar que jamás debió abandonar, recuperar la democracia de la inequidad de las reglas del mercado, sanear la ética pública de la podredumbre que alimenta la corrupción, es tarea urgente de quienes realmente estamos consternados de ver cómo políticos de distintos bandos se ufanan de mantener el orden establecido. Lo que está pasando en la eurozona con Grecia pone de manifiesto, primero, la inoperancia de la socialdemocracia europea; segundo, la caída de los Estados-nación a ser sanguijuelas unos de otros; y, por último, la exaltación del castigo propinado a los débiles con la miserable congratulación de quienes pudieron salvarse de la quema. Con estos mimbres iremos seguro a un rotundo fracaso porque hoy son los griegos quienes no pueden pagar pero invariablemente, con el látigo del mercado dirigiendo la orquesta europea, mañana serán otros y pasado mañana, otros. ¿Cuándo nos tocará a nosotros? El mercado sabe esperar. Y el bulo de la responsabilidad culminará ahogando a la democracia.

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